Por: Jaime Burgos Martínez – Abogado, especialista en derechos administrativo y disciplinario.
Exservidor de la Procuraduría General de la Nación.
Aquella técnica que predicaba el líder de la propaganda nazi, Joseph Goebbels, de que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad, se hace realidad en distintos campos del saber y, entre ellos, el jurídico. En efecto, se ha sostenido en estos días que la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), de 8 de julio de 2020, caso Petro Urrego vs. Colombia, establece que los servidores públicos de elección popular pueden ser suspendidos, destituidos e inhabilitados por jueces o cualquier autoridad judicial. Eso no es cierto.
La mencionada sentencia, en sus «PUNTOS RESOLUTIVOS […] DECLARA, Por unanimidad, que: 3. El Estado es responsable por la violación del derecho contenido en el artículo 23 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, en relación con los artículos 1.1 y 2 del mismo tratado, en perjuicio de Gustavo Petro Urrego, en los términos de los párrafos 90 a 117 y de los párrafos 135 a 138 de la presente Sentencia […]». Y, a su vez, el 23-2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH), a la letra dice: «2. La ley puede reglamentar el ejercicio de los derechos y oportunidades a que se refiere el inciso anterior, exclusivamente por razones de edad, nacionalidad, residencia, idioma, instrucción, capacidad civil o mental, o condena, por juez competente, en proceso penal».
En esta línea, el párrafo 96 de la sentencia, que es uno a los que remite la orden dada y que se citó en escrito anterior, despeja cualquier duda: «La Corte reitera que el artículo 23.2 de la Convención Americana es claro en el sentido de que dicho instrumento no permite que órgano administrativo alguno pueda aplicar una sanción que implique una
restricción (por ejemplo, imponer una pena de inhabilitación o destitución) a una persona por su inconducta social (en el ejercicio de la función pública o fuera de ella) para el ejercicio de los derechos políticos a elegir y ser elegido: sólo puede serlo por acto jurisdiccional (sentencia) del juez competente en el correspondiente proceso penal. El Tribunal considera que la interpretación literal de este precepto permite arribar a esta conclusión, pues tanto la
destitución como la inhabilitación son restricciones a los derechos políticos, no sólo de aquellos funcionarios públicos elegidos popularmente, sino también de sus electores». En vista de lo que precede, no se explica ¿por qué se ha pregonado que cualquier juez o autoridad judicial, distintos del penal, pueden sancionar a los servidores públicos elegidos por voto popular?, a pesar de que las órdenes de un fallo de la CIDH, como lo afirma el magistrado de la Corte Constitucional, Alberto Rojas Ríos, en su salvamento de voto de la sentencia C-111 de 2019, «tienen como
finalidad establecer el alcance y límites de los derechos contenidos en la CADH, así como las obligaciones que derivan de estas garantías para los Estados. […]». Por eso, se ha expresado en pasadas ocasiones que la pretensión de la Procuraduría General de la Nación de poseer, excepcionalmente, facultades jurisdiccionales, en su condición de órgano de control, autónomo e independiente, de carácter administrativo, fuera de las de policía judicial, «para la vigilancia superior de la conducta oficial de quienes desempeñan funciones públicas, inclusive los de elección
popular y adelantarlas investigaciones disciplinarias e imponer las sanciones de destitución, suspensión e inhabilidad y las demás establecidas en la ley […] serán susceptibles de control ante la jurisdicción contencioso-administrativa» (artículo 2.° del proyecto ley 423/21), no la convierten en autoridad judicial y, mucho menos,
en juez penal, por la índole restrictiva de las excepciones; por lo que no se cumple con lo ordenado por la CIDH. Además, los actos jurisdiccionales son finales o definitivos y tienen fuerza de cosa juzgada, o sea, que después no son sometidos a control de legalidad.
De la lectura de la exposición de motivos, se desprende un gran esfuerzo de la Procuraduría para mostrar una argumentación errónea que tiene apariencia de verdad, basándose en la interpretación sistemática, teleológica y evolutiva de pronunciamientos de la CIDH, anteriores al fallo del caso Petro, en que se infiere que cualquier
autoridad judicial puede restringir los derechos políticos de los servidores públicos elegidos democráticamente. Pero, precisamente, la equivocación estriba en que este ejercicio hermenéutico debía haberse efectuado en el momento de solicitar la aclaración de la sentencia sobre su sentido o alcance, dentro de los 90 días siguientes a su notificación (18 de agosto de 2020), lo cual no se hizo, y no después de que esta, por ser definitiva e inapelable (artículo 67 de
CADH), ya se encuentra en firme.
De ahí que se estime que, por las circunstancias apremiantes para cumplirle a la CIDH, la vía más expedita ⸺con contradictores⸺ para que la Procuraduría mantenga la competencia para juzgar a los servidores de elección popular es incorporar en la reforma de la Ley 1952 de 2019 las conductas establecidas en la Ley 412 de 1997, que
constituyen actos de corrupción, como faltas gravísimas, de acuerdo con las consideraciones de la Corte Constitucional (C-028 de 2006) y del Consejo de Estado (sentencia de 15 de noviembre de 2017, de Petro Urrego contra la Procuraduría), y el artículo 64 de la CADH. Sin embargo, en el trámite legislativo aparecerá, sin lugar a dudas, algún concepto de un «ilusionista del derecho», como diría García Márquez, adornado de pergaminos, para asegurar la viabilidad jurídica de la desfiguración de la Procuraduría en autoridad judicial o, si acaso, de juez penal, que, con algunos incentivos adicionales al sofisma de pensamiento, dará luz verde a la aprobación del proyecto
de ley.
¡Ese es el poder político!
Finalmente, en lo que hace a la modificación de las disposiciones de la Ley 1952 de 2019 ⸺mezcla confusa de esta última ley y la 734 de 2002⸺, nada se dirá sobre la imprecisión de la noción de ilicitud sustancial, de la devolución perjudicial a la caducidad de la acción disciplinaria (patrocinadora de mora en las actuaciones), de la antijurídica variación de cargos y de la inconstitucional fijación del juzgamiento por seguir (C-1076 de 2002): solo se hará alusión al inconveniente regreso del juicio ordinario y al desecho de la oralidad, cuando en la actualidad todos los procedimientos tienden a ella para mayor control y celeridad en los trámites judiciales y administrativos.
¡Qué tristeza! La reforma de la ley 1952, que no ha comenzado a regir, no es más que un retroceso en materia disciplinaria.