El nacimiento y la llegada de actores armados a este territorio exacerbó las violencias que ya vivían mujeres y niñas e instauró el supuesto “derecho” a poseerlas. Sufrieron desplazamiento, violencia sexual y desaparición forzada.
“Antes de llegar los paramilitares, los ricos compraban a las niñas, la gente que tenía plata compraba a las niñas a sus padres: dos, tres vacas; tres, cuatro, diez mil pesos por una niña, y entonces se la llevaban a vivir uno, dos meses, y ahí la dejaban y salían a comprar otra (…)”.
El testimonio de una lideresa del departamento de Córdoba evidencia cómo la idea de que las mujeres eran objetos intercambiables estaba arraigada en muchos territorios cuando los actores armados llegaron a él o, como fue el caso del Ejército Popular de Liberación (EPL), nacieron allí. Y esa idea significó, hacia los años 80, un camino allanado para que diferentes guerrillas y grupos paramilitares que tomaron el control de la región violentaran a las mujeres con total impunidad. Violencias sexuales cometidas contra niñas y mujeres de todas las edades, reclutamiento forzado que incluyó también violencias sexuales y reproductivas, desplazamiento y desaparición forzada fueron crímenes que marcaron sus vidas y que vivieron en total silencio durante décadas.
Con el terror que infundieron las armas y el control que lograron tener, por ejemplo, las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) hacia finales de los 90 y la primera década de los 2000, las mujeres callaron para protegerse. “(…) porque si de pronto no hablábamos mucho en la casa por lo del machismo, mucho menos por el temor de que de pronto alguien pudiera decir “no digas nada”, era mucho más difícil la cosa”, dice otra víctima de Córdoba. Y otra mujer agrega “(…) si yo me alistaba bien listecita y un hombre de esos decía “estás bonita” y me tocaba acostármelo, me lo tenía que acostar”.
Las mujeres estuvieron en la mitad. En los años ochenta había presencia de las guerrillas del EPL, Farc y, en menor medida, M-19, y hacia finales de esa década aparecieron los primeros paramilitares de Fidel Castaño, que comenzaron a cometer masacres en lugares como Valencia y Canalete (masacre de El Tomate) y en Urabá (frontera de Antioquia con Córdoba). En el 94, consolidadas como las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (Accu), su poder iba en aumento, sobre todo en los municipios del Sur de Córdoba, y para principios de los 2000 ya controlaban la política del departamento, como han evidenciado las sentencias a políticos aliados con el paramilitarismo.
Por eso a las mujeres les quedaba tan difícil hablar. Pero también, porque resistieron a cada uno de esos momentos, decidieron no callar más. Poco a poco han ido contando sus vivencias y volvieron a hacerlo para el libro VerdadEs: politizar el dolor y las emociones de las mujeres, en el que se documenta y analiza cómo fue la violencia contra ellas en Cauca, Meta y Córdoba, y aparecen los impactos en sus cuerpos y almas, además de las resistencias de cada una.
Para el caso de Córdoba, por ejemplo, se relatan prácticas sistemáticas. “Algunas mujeres recuerdan que, en Valencia, Carlos Castaño y otros integrantes de las Auc ordenaban que les llevaran niñas y mujeres desde los 13 hasta los 30 años, a la Finca Las Tangas; ellas fueron víctimas de violencia sexual”, dice el documento. Y un testimonio de una lideresa también lo menciona. Según ella, esto sucedía “desde la niñita que ya tenía los “corchitos” (senos incipientes), como decimos nosotros, hasta la más vieja podía ser utilizada sexualmente”.
Pero ese no fue el único crimen que cometieron contra ellas, ni tampoco sucedió solo en el sur. En el libro se relatan casos de mujeres de Lorica (Bajo Sinú) y San Antero (zona costanera). El reclutamiento de menores de edad, ya sea de sus hijos o de ellas mismas cuando eran pequeñas, también marcó a varias. Una de estas, que a sus 15 años fue reclutada por las Farc en 1991, cuenta que una mujer se la llevó con engaños cuando su madre murió y ella quedó en el limbo, pues no quería vivir con su papá, que abusaba de ella. “En eso le decían a uno que era esclavo de ellos, que tenía que hacer lo que dijeran porque estaba al mando de ellos, si lo mandaban a matar, uno tenía que matar, si por ejemplo, en el caso de las mujeres les gritaban que una mujer no podía embarazarse ahí porque la mataban o le sacaban el hijo, o se lo quitaban (…)”, relata.
La desaparición y el desplazamiento forzado también las marcó. El testimonio de una indígena del pueblo embera katío, asentado en el Alto Sinú, narra cómo en 2002 le dieron minutos a ella y a su comunidad para que salieran. “(…) Yo perdí mis cosechas, mi marranera, mis gallinas, nada de eso, lo dejamos y con ese dolor nos veíamos”. Esto significó un rompimiento en la armonía del pueblo y un rompimiento el vínculo con el territorio que, “ancestralmente, este vínculo es base de su reproducción cultural y de lo que les brinda la madre tierra”, se lee en el libro.
La cuestión es que para muchas la guerra no quedó atrás, pues en el momento de los hechos no tuvieron atención psicosocial ni apoyo de la justicia, a la que muchas veces no buscaron porque no era seguro para ellas: “(…) hoy en día lo que tenemos, en un después del conflicto armado, es una cantidad de mujeres rotas por dentro, mujeres buscando hijos, mujeres preguntándose dónde están sus familiares o llorando sus muertes, tenemos una cantidad de mujeres con daños, lastimadas psicológicamente, y uno dimensionaría el daño a tal punto que hasta ofensivo se convierte en pensar o decir: es que todas las mujeres del sur de Córdoba están afectadas por la violencia” (…)”.
Y por eso resultó tan importante para ellas lograr hablar, pues fue controvertir la orden que dieron los armados cuando las victimizaron. Cuando compartieron sus experiencias de dolor, lograron identificarse con otras y organizarse. De hecho, este libro lo construyó la Casa de la Mujer en alianza con las organizaciones de víctimas Asociación de Víctimas asentadas en Lorica (Asovilor), la Red Municipal de las Mujeres de Caldono, Asociación de Mujeres en Municipios del (Ariari Asomuariari), Fundación para el Desarrollo Social y la Investigación Agrícola (Fundesia) y Red de Organizaciones Sociales de Mujeres (Rosmuc).
A partir de la juntanza han logrado avanzar. “Nos pudieron matar muchas cosas, hacernos mucho daño, pero los sueños no nos los quitaron”, asegura una de ellas. Esas frases son las que reflejan el espíritu de las cordobesas: identificaron una violencia armada, una institucional y una cómplice por parte de la sociedad que vio impávida lo que les pasó, pero continúan en la búsqueda de sus familiares y de que se reconozca lo que les hicieron.