Por: Jaime Burgos Martínez – Abogado, especialista en derechos administrativo y disciplinario. Exservidor de la Procuraduría General de la Nación.
La Procuraduría General de la Nación presentó el pasado 25 de marzo el proyecto de ley 423 Senado, «por medio de la cual se reforma la Ley 1952 de 2019 y se dictan otras disposiciones» ⸺con mensaje de urgencia del presidente de la República⸺, a fin de cumplir lo ordenado por la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), de 8 de julio de 2020 (caso Petro Urrego): separación de las funciones investigativas y de acusación en el proceso disciplinario, y la imposición de sanciones de destitución e inhabilidad general, conforme al artículo 23-2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH), mediante «condena, por juez competente, en proceso penal».
En columnas anteriores, se han realizado comentarios interpretativos encaminados a mostrar que con la iniciativa legislativa no se satisface lo dispuesto por la Corte Interamericana, puesto que en su fallo manifiesta, de manera categórica, que la hermenéutica del citado artículo 23-2 de la CADH es literal, al igual que lo hizo la Sala Plena del Consejo de Estado (CE), en sentencia de 15 de noviembre de 2017: «[…] porque al no ser sancionado el señor Gustavo Petro por una conducta que constituyera un acto de corrupción, la Procuraduría General de la Nación contravino una disposición de rango superior (artículo 23.2 convencional) que obliga, por vía del principio pacta sunt servanda, a su ineludible observancia por parte de los Estados miembros de la Convención, norma que dispone que solo un juez penal, mediante una sentencia condenatoria dictada en un proceso penal, puede restringir los derechos políticos de una persona […] En efecto, ninguna de las conductas investigadas y sancionadas por la Procuraduría General de la Nación tuvo como imputación un hecho constitutivo de un acto de corrupción, entendiendo como tales las conductas señaladas en el artículo 1 de la Ley 412 de 1997, “Por la cual se aprueba la “Convención Interamericana contra la Corrupción”, suscrita en Caracas el 29 de marzo de mil novecientos noventa y seis».
Sin embargo, el pronunciamiento de la honorable Corporación, más adelante, afirma: «[e]l control de convencionalidad que efectúa la Sala Plena de lo Contencioso Administrativo del Consejo de Estado en el presente caso y la tesis que se plantea del artículo 44 del CDU tampoco significan una interpretación restrictiva del artículo 23.2 Convencional frente a instituciones que están previstas en el ordenamiento interno colombiano, tanto a nivel constitucional como legal, como es la pérdida de la investidura [juicio sancionatorio disciplinario de responsabilidad subjetiva] de los miembros de corporaciones públicas elegidos popularmente, de competencia de la Jurisdicción de lo Contencioso Administrativo, pues se trata de una sanción declarada por una autoridad de naturaleza judicial, con la garantía del debido proceso y que restringe, de manera legítima, los derechos políticos de los elegidos popularmente y que, además, responde a los criterios de legalidad, finalidad, necesidad y proporcionalidad de la medida, tal como lo ha señalado la Corte IDH».
Pues, entonces, siguiendo el discernimiento de este Alto Tribunal, de que el proceso de pérdida investidura puede ser tramitado por una autoridad judicial, distinta de juez penal, como lo es él, se proponen a continuación, en gracia a la discusión, tres alternativas, que combinan las posiciones del CE y la CIDH, para que se examinen en las deliberaciones del proyecto de ley. Si se llegara a acoger alguna de ellas y el proyecto se convierte en ley de la república, no se descarta la idea ⸺por la mezcla de criterios⸺ que se incurra en una posible inexequibilidad ante la Corte Constitucional de Colombia y de una falta de cumplimiento de la mentada decisión de 8 de julio de 2020 delante de la CIDH; pero hay que correr el riesgo.
Primero que nada, las facultades jurisdiccionales deben limitarse solo a la investigación e instrucción de los servidores públicos de elección popular, y no como lo pretende el proyecto de ley para el ejercicio de la función disciplinaria de la Procuraduría General de la Nación, que incumbe a todos los servidores públicos, lo cual, de entrada, no tiene ninguna presentación, por cuanto vulnera el artículo 116 de la Constitución Política, que reza: «Excepcionalmente la ley podrá atribuir función jurisdiccional en materias precisas a determinadas autoridades administrativas. Sin embargo no les será permitido adelantar la instrucción de sumarios ni juzgar delitos».
Después de precisadas estas funciones, la Procuraduría, en su calidad de instructora, podría ⸺en una primera opción⸺ actuar como ente acusador disciplinario ante la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia, o en una segunda alternativa, hacerlo delante la Comisión Nacional de Disciplina Judicial; y para establecer esto, en la corporación que se escoja, es lógico que deben adecuarse las competencias, en los niveles central y descentralizado o territorial, según la calidad del sujeto disciplinable. Por ejemplo, si es un congresista, el alcalde de Bogotá o un gobernador, la competencia sería de la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia o de la Comisión Nacional de Disciplina Judicial; pero si es un concejal, edil o un alcalde, de la sala penal de un tribunal superior, y así sucesivamente.
Y una última tercera propuesta, que se ha planteado en otros artículos de opinión: incluir entre las faltas gravísimas del Código General Disciplinario (Ley 1952 de 2019) las conductas establecidas en el artículo VI de la Ley 412 de 1997 que constituyen actos de corrupción, con el fin de que la Procuraduría, en su condición de órgano de control, autónomo e independiente, de carácter administrativo, mantenga la competencia de los servidores públicos de elección popular, puesto que el artículo 30, numeral 8, de la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, de 31 de octubre de 2003, lo autoriza: «El párrafo 1 del presente artículo no menoscabará el ejercicio de facultades disciplinarias por los organismos competentes contra empleados públicos».
Y, finalmente, para no decir nada sobre las confusas modificaciones del procedimiento disciplinario y el desconsiderado e inoportuno aumento de la planta de personal ⸺en esta austeridad, donde ni siquiera hay recursos para la salud, según el Ministerio de Hacienda⸺, el proyecto de ley debería ajustarse a las condiciones del ejercicio de las funciones disciplinarias en las diferentes entidades del Estado, en el orden central y territorial (personerías, oficinas de control interno, Comisión Nacional de Disciplina Judicial, etc.), puesto que fue pensado de modo exclusivo para las circunstancias de la Procuraduría General de la Nación, sin la claridad y visión político-administrativa que caracteriza a los juristas de cátedra (y no de práctica), embebidos de un conjunto de párrafos legales y de teorías jurídicas foráneas. Carpe diem.