Keir Starmer ha llegado a Downing Street como si en realidad nunca lo hubiera previsto. Este sobrio hombre de leyes, fiscal reconvertido a político, sigue siendo un enigma para el Reino Unido, aunque haya conseguido sacar al laborismo de su larga travesía por el desierto.
Valga sobrio como aburrido, hermético, soso y constreñido. Pero también como moderado, pragmático, racional y sensato. Aplíquese al gusto.
Lo bueno de jugar con las cartas pegadas al pecho es que hay tantos Starmer en el imaginario colectivo como votantes en el país. Y ninguno asustó tanto al electorado como para no confiarle las llaves del número 10 de Downing Street.
Desde que el Partido Conservador comenzó su desmontaje por capítulos en la pasada legislatura (primero con las fiestas de Boris Johnson, después con la calamidad fiscal de Liz Truss, finalmente con la impericia política de Rishi Sunak), Starmer ha tenido claro que solo un error propio le privaría del poder.
Eso ha irritado a las bases laboristas, pero al mismo tiempo ha enviado un mensaje de calma al país: pueden darme las riendas, no haré cosas raras.
En honor a la verdad, Starmer no se ha movido ideológicamente ni un centímetro desde hace años. Disciplina fiscal, rigor en las cuentas, promesas realizables y seriedad en la gestión conforman el núcleo de su mensaje.
Nada de eso hizo saltar de euforia a los electores, pero tampoco impidió que votasen por él.
A estas alturas, Starmer será muy consciente de que el porcentaje de votos que ha obtenido (un 34 %) es bastante más bajo que el que su predecesor, Jeremy Corbyn, tan carismático como divisivo, obtuvo en las elecciones que perdió en 2017 (40 %).
La diferencia es que aquella vez la conservadora Theresa May obtuvo un 43 % de los votos y en esta ocasión el conservador Sunak se quedó en el 24 %.
Si se recurre a un símil futbolístico de los que tanto gusta Starmer, estos comicios se acercaron más a un gol en propia puerta de los ‘tories’ que a una espectacular chilena laborista en el último minuto.
No es baladí el recurso balompédico: el fútbol ha sido elemento central de la campaña (la mayoría de mítines los ha dado en pequeños estadios) y forma parte intrínseca de la personalidad del líder laborista, como explica el periodista Tom Baldwin en la única biografía autorizada de Starmer, tan completa como benevolente.
Orígenes humildes
Pese a su obsesión por la privacidad, el nuevo primer ministro ha relatado una y otra vez los pormenores de su infancia en una familia de clase trabajadora que sufría para llegar a fin de mes.
Nació en 1962 en Surrey, al sur de Londres, un área tradicionalmente burguesa y conservadora, donde siempre se sintió, según su biografía, un poco fuera de sitio.
La figura de su padre, un artesano con fuertes convicciones de izquierda, tiene una importancia capital a la hora de explicar al personaje.
Mantuvo una enorme distancia emocional con sus cuatro hijos, al tiempo que concentraba sus energías en cuidar de su mujer, Jo, aquejada de una rara enfermedad autoinflamatoria, algo que Starmer ha recordado con amargura en varias ocasiones.
Alumno modélico en una ‘grammar school’ (escuelas públicas para los mejores estudiantes), el jefe del Gobierno cursó sus estudios en la universidad de Leeds y posteriormente en Oxford, donde quedó cautivado por la defensa de los derechos humanos.
Coqueteó desde joven con las ramas más radicales del laborismo, llegando a proclamar en una entrevista de trabajo para un bufete de abogados que “la propiedad es un robo” (aunque luego reconoció que era una provocación).
Pese a todo, los más cercanos siempre han detectado en él una esencia de ‘patriota de pueblo’, un hombre de orden con apego por su país y sus tradiciones, alejado de la imagen de abogado elitista y cosmopolita con la que le retrata la derecha.
Jamás ha renunciado a los partidillos de fútbol con sus amigos ni a su abono en el estadio del Arsenal, que lo mantienen pegado a tierra.
Una personalidad indescifrable
Ni su biógrafo ni los periodistas que lo han seguido en los últimos años han conseguido descifrar del todo a Starmer.
Para empezar, suele ser muy reticente a hablar de su vida personal (poco se sabe de sus dos hijos) y de sus convicciones. No se le aprecian a simple vista la vocación y la autoestima que suelen acompañar a los políticos.
Sin embargo, ha demostrado ser implacable cuando lo ve necesario. Alcanzó en 2008 la jefatura de la Fiscalía tras haberse labrado una reputación como abogado de derechos humanos.
Seis años más tarde abandonó el Ministerio Público para dar el salto a la política como candidato laborista y pronto llamó la atención de Corbyn, que lo incorporó a su equipo primero como portavoz de Inmigración y posteriormente del Brexit.
Tras la renuncia del líder por su derrota en 2019, Starmer se posicionó como candidato de unidad en las primarias y salió elegido para reconstruir el partido.
Desde ahí no le ha temblado la mano para purgar a Corbyn por su inacción contra el antisemitismo y laminar a todo el sector crítico.
El resultado a cuatro años de golpe de timón llegó hoy. Ahora le toca a Starmer navegar por unas aguas aún más procelosas que las de su partido.
Tomado de W radio