Por: Eduardo Padilla Hernández, presidente Asociación Nacional de Veedurías (ASO-RED).
El pasado 9 de abril del 2021, el padre Gumersindo Domínguez Alonso, cumplió 98 años de edad, y 70 años de vida pastoral.
Actualmente vive en la casa cural de la capilla que él construyó en el barrio Vilches, de Cereté, pero la vida religiosa del padre ‘Gume’, como cariñosamente le decimos sus amigos, se inició en la ciudad costera de Vigo, Galicia, España, donde él nació en 1923.
Fue ordenado sacerdote en Salamanca, España. Y a los 26 años de edad, en 1949, fue enviado como misionero a las tierras de los indígenas Embera Katíos, en el alto Sinú, departamento de Córdoba, Colombia. Habla con fluidez los idiomas: gallego, español, latín e inglés.
Luego fue trasladado a la capital del oro blanco (Cereté lleva este epíteto porque es territorio algodonero). Allí asumió la rectoría de la Institución Educativa Diocesana Pablo VI, colegio donde, en ese tiempo, yo cursaba mis estudios de bachillerato.
Recuerdo con inmensa alegría esos tiempos de mi juventud cuando, el padre Gumersindo Domínguez, era el rector de la Institución Educativa Pablo VI. Yo hacía parte de un grupo de estudiantes que éramos una especie de cobertura juvenil. Acampábamos alrededor del padre ‘Gume’, para colaborarle en algunas responsabilidades que él delegaba en nosotros.
Entre otras actividades, este grupo de chicos hacíamos parte del conjunto vallenato del colegio, conformado así: Edwin Moreno (El “Mantequilla”): Acordeón; El Pachuco: Voz líder; Jorge Zurita: Caja; Yo tocaba el cencerro y hacía coros. Por toda esta trayectoria perdí el miedo para cantar vallenatos en eventos privados. Además, El Pachuco, Darío Cuello y yo, le administrábamos la cafetería del colegio. Cuando Gonzalo Navarro, un compañero de aquellos tiempos, falleció en un accidente, el padre ‘Gume’ me pidió que le dedicara uno de mis libros y así lo hice.
En mi calidad de bibliotecario del plantel, fundé el periódico mural “Educar” (con el acrónimo de mi nombre Eduardo Carmelo), cuyas publicaciones eran una especie de “Moxie” (inglés: marcha), para exhortar en la marcha a los débiles, edificar en conocimiento y consolar a los afligidos, tal como nos enseñaba el padre ‘Gume’.
Cierto día, después de realizar trabajo misionero en un sector de la ciudad, llegamos a una tienda del barrio y pedimos sendos refrescos, pero, en lugar de gaseosas, nos vendieron cervezas. El padre ‘Gume’ fue a hacer una diligencia y, luego cuando regresó, pagó tres canastas de bebidas que habíamos consumido; entonces dijo: “Por la gran cantidad y el alto valor, supongo que esas gaseosas estaban muy ricas”.
Su campero Jeep Willys color azul rey, aún es el vehículo misionero en el cual todos los del grupo propagador aprendimos a manejar.
Arel, hermano del escritor Leopoldo Berdella (QEPD), autor del libro Juan Sábalo, y el teatrero, poeta, y periodista Guillermo Villalobos, ellos son mis amigos de estudios antropológicos, los que siempre han manifestado mucho aprecio por el padre Gume, debido al cariño que ese santo presbítero siente por mí.
Después que me gradué de bachiller, gracias a una beca que me dio el padre Gume, yo vendía libros y miel de abeja, pero mi mejor cliente era ese bendecido sacerdote.
hoy estoy orgulloso de lo que fui, porque es más importante llegar a ser, que haber nacido siendo. Sé de dónde vengo, quién soy y para dónde voy. Poseo el conocimiento de los valores. Entiendo que un santo sin conocimiento se convierte en santurrón, y un intelectual sin espiritualidad, se convierte en un bribón. Todo este acervo, que le dejo a mis hijas, se lo debo a Dios y al apoyo espiritual e intelectual del padre Gume, quien siempre mantuvo la esperanza de que yo me convirtiera en un sacerdote; por esa razón, el día que le mostré mi diploma de abogado, exclamó: “Se perdió un obispo para Córdoba”.
Mi esposa Tania Otero y yo, nos unimos mediante boda civil, pero es mi mayor deseo que el padre Gume oficie, en la mayor brevedad posible, mi matrimonio católico, antes de que nuestro Señor Jesucristo lo eleve al paraíso.
Gumersindo Domínguez es un presbítero ejemplar, que durante estos 70 años de ministerio ha prestado grandes servicios a la comunidad. Aunque es mucho el trabajo pastoral realizado, mayor es su testimonio de entereza y confianza en Dios, cuando en estos últimos veinte años se encuentra disminuido por su longevidad. Esta cruz no le ha reducido su ilusión sacerdotal, las ganas de seguir trabajando por la salvación de las almas y sobre todo su gran pasión por la Iglesia. Cuando se le pregunta que de dónde saca su permanente alegría, de inmediato calca lo que dijo San Pablo en Filipenses 4/13: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”.
Él es una muestra viviente de los innumerables testimonios de sacerdotes íntegros que jalonan la larga marcha de la historia de la Iglesia.
Sin embargo, los tiempos que corren no son favorables al reconocimiento social de todo el bien que hace este sacerdote católico. Lo que ahora se estila es estigmatizarlo con el último tópico del pensamiento secularista dominante. Es presentado, en muchos de los altavoces de la cultura mediática, como algo anacrónico que pertenece a la tierra del olvido.
En cambio, la realidad de los hechos es muy distinta. Él es un ser entregado las veinticuatro horas del día a su ministerio; vive austeramente, es fiel en sus promesas sacerdotales y se identifica con la caridad hacia los más pobres. ¿Cuántas personas públicas le deben la educación y formación que poseen? Muchas de las instituciones docentes, sanitarias y samaritanas de las que en la actualidad goza la comunidad, son frutos de la creatividad y la audacia de este venerable anciano.
Pero como dice el refrán popular: ¡no hay peores ciegos que aquellos que no quieren ver! Además, no hay que olvidar lo que Jesús dijo a sus discípulos: “Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros” (Juan 15,18).
Es verdad que este tesoro se lleva en vasija de barro (2 Corintios 4,7) y que en cualquier momento se puede romper como consecuencia de la fragilidad de la condición humana. Sin embargo, quiso Dios encarnarse en esta arcilla, para que se manifieste que la grandeza y la dignidad sacerdotal no viene de los hombres, sino que es un don del Señor para la Iglesia y el mundo.
Desde esta tribuna, yo sugiero con humildad, que todos sepamos dar gracias a Dios porque en estos tiempos turbulentos, el Señor ha regalado a su Iglesia un modelo de sacerdote bueno, sabio, santo, escogido, predestinado, bendecido; es decir, un hijo legítimo de Dios, (tal como está escrito en Efesios 1,3-5), para el cual propongo que la sociedad cereteana le otorgue su corona de justicia.