Por: Ruby Chagüi – Senadora de la República
Desde hace más de dos meses, cuando comenzó el paro que desencadenó en violencia, sabíamos que algunos sectores denunciaría la crisis social profundizándola, pedirían al Gobierno lo imposible y llevarían al Estado al límite para obligarlo a usar la fuerza y luego acusarlo ante el mundo de atentar contra la vida democrática. El libreto se cumplió.
Primero fue la Oficina de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, que expidió un comunicado prematuro sobre la situación en Cali a partir de información sin contrastar y sin ahondar en la complejidad de lo sucedido en la capital del Valle del Cauca. Después fueron algunos medios, líderes políticos y gobiernos los que, palabras más, palabras menos, se encargaron de alimentar, varios de buena fe, la narrativa perversa que necesitan los radicales para justificar su violencia, según la cual Colombia está gobernada por una dictadura tiránica que atenta contra su propia población. Y, para rematar, al comienzo de esta semana la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) le dio un empujón a esa tesis con la publicación de sus “observaciones y recomendaciones” sobre su “visita de trabajo a Colombia” en junio, previamente filtradas a la prensa en un episodio que aún está por aclarar.
Antes de definir si aceptaba o no la visita de la CIDH, reclamada por sectores de oposición y ONGs que los respaldan, el Gobierno estaba entre la espada y la pared. Si la administración de Duque se oponía a la visita habría sido acusada de no actuar transparentemente y de apartarse de la apertura democrática.
Si aceptaba su presencia, el ejecutivo nacional se enfrentaría a un previsible informe hostil que lo señalaría como el principal responsable de una ola de violencia que, como sabemos los colombianos, ha sido provocada por terroristas urbanos. Colombia, siempre dispuesta al escrutinio internacional, decidió lo segundo y ahora enfrenta las consecuencias. La CIDH establece, desde la primera página de su informe, un vínculo histórico entre “las manifestaciones que comenzaron el 28 de abril” y “reivindicaciones estructurales e históricas de la sociedad colombiana, que a su vez están consignadas en la Constitución Política de 1991 y los Acuerdos de Paz de 2016”. Y aquí surge la primera sospecha que despierta ese documento: ¿venía la CIDH a documentar hechos concretos ocurridos desde el 28 de abril o, excediendo su mandato, a justificar actos de vandalismo? Parece que la CIDH optó por lo segundo. Consciente que Colombia está dividida desde 2016 a propósito del pacto de impunidad Santos-Farc, tomó partido por ese acuerdo, rechazado por la mayoría de colombianos y por el cual la administración del nobel admitió que en Colombia se requieren “medidas y ajustes normativos” para asegurar el derecho a la protesta, incluso “garantías para el diálogo como respuesta estatal a la movilización y la protesta, mediante el establecimiento de mecanismos de interlocución […] de búsqueda de acuerdos […] mecanismos de seguimiento al cumplimiento de los acuerdos”. Y casi cinco años después de ese acuerdo, la CIDH recomienda “promover y reforzar, desde el más alto nivel del Estado, un proceso nacional de diálogo genuino”: los Gobiernos colombianos, parece, están condenados a negociarlo todo con quienes recurren a las vías de hecho, como si no fueran la autoridad democrática y legítimamente constituida.
La CIDH también parece ignorar elementos fundamentales de la labor que los Estados interamericanos le han confiado. En particular, inquieta su despreocupación por todos los derechos humanos de todos los habitantes del territorio colombiano. Pareciera que la CIDH cree que los derechos humanos son privilegio exclusivo de sus amigos y simpatizantes; los “manifestantes”, para el caso del informe. Los derechos a la vida, a la integridad física, a la libre circulación, al trabajo, entre otros, parecen no importar tanto como el derecho a la protesta, que nunca aparece en la Constitución colombiana y la Convención Americana sobre Derechos Humanos y que, a juicio de la CIDH, incluye la posibilidad de hacer “cortes de ruta”, eufemismo que esconde la inhumanidad y crueldad de los bloqueos.
La desigualdad que promueve la CIDH es producto de un sesgo. Y no digamos que es un sesgo de izquierda, porque los activistas profesionales dirán que la CIDH también ha criticado al Ecuador de Correa y a la Venezuela chavista. No. Es un sesgo contra el Estado. Es un sesgo que obedece a la creencia, equivocada, de que el Estado y el orden son enemigos de los derechos humanos, cuando la evidencia histórica indica que la autoridad legítima del Estado es la condición de la vida en libertad. Así lo indica la misma Convención Americana sobre Derechos Humanos, que protege la seguridad nacional y la seguridad y el orden públicos y permite restricciones a los derechos de reunión y asociación cuando aquéllos están en riesgo.
Precisamente por este sesgo, para la CIDH es fácil decir en tono casi concluyente, por ejemplo, que recibió “múltiple información sobre ataques a las misiones médicas por parte de la fuerza pública”, pero “expresa especial consternación por el fallecimiento de dos bebés, presuntamente sucedida debido a la falta de atención médica en el marco de las disrupciones ocasionadas por las protestas”. Entre líneas se deduce que mientras la CIDH da más credibilidad a las denuncias contra la Fuerza Pública, siempre duda, siempre pone en tela de juicio, lo expresado por el Gobierno o las acusaciones que comprometen a “la protesta”. Para la CIDH, sus interlocutores creíbles son las ONGs, en tanto que el Estado es, como fuente de información, interlocutor poco creíble, pero, como objeto de sus recomendaciones (cada una de las cuales implica una acusación), el blanco.
A la CIDH poco le importan la soberanía del Estado y la autodeterminación de los pueblos porque lo suyo es la injerencia. De ahí que indique dónde debe estar la Policía Nacional, no obstante razones históricas poderosísimas para mantenerla en el Ministerio de Defensa Nacional, y sugiera el “perfeccionamiento de la independencia práctica y efectiva de los poderes públicos y entes de control”, pese a que su conformación y diseño es una decisión del pueblo colombiano reflejada en la Constitución de 1991. El espacio se me agota y el tema es muy largo. Así que solo me queda parafrasear lo dicho por el Presidente Duque: nadie puede pedirle a Colombia tolerar el crimen, ni siquiera la CIDH. Encima.
El acceso y la calidad en la educación es un propósito de todos. Nos corresponde fortalecer la Educación Superior, haciendo equipo con el Gobierno Nacional, gobernadores, alcaldes e instituciones educativas, por eso hemos pedido al ministro de Hacienda incluir en el proyecto de ley de inversión social que se radicará el 20 de julio, la matrícula gratuita universitaria para estratos 1, 2 y 3 como política de Estado. Se deben contemplar mecanismos fiscales claros definidos por ley que permita que la matrícula cero no solo quede garantizada este semestre y todo el año 2022, sino a largo plazo.