LA ENCRUCIJADA

Por: Jaime Burgos Martínez – Abogado, especialista en derechos administrativo y disciplinario. Exservidor de la Procuraduría General de la Nación.   

La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), mediante sentencia de 8 de julio de 2020, declaró, con fundamento en el artículo 23 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH), la responsabilidad del Estado colombiano por haber destituido e inhabilitado por 15 años para ejercer funciones públicas al señor Gustavo Petro Urrego, como alcalde de Bogotá, por medio de fallo de la Procuraduría General de la Nación, de 13 de enero de 2014, cuyo acto sancionatorio fue declarado nulo por el Consejo de Estado, a través de sentencia de 15 de noviembre de 2017.

Este Tribunal internacional determinó, a rajatabla ⸺al efectuar una interpretación literal del artículo 23-2 de la CADH⸺, que la restricción de derechos políticos no puede ser impuesta por una autoridad administrativa, sino por «condena, por juez competente, en un proceso penal».[1] Este enunciado fue añadido al final del artículo 21 del proyecto de la convención, con la supresión de la frase «según el caso», por el delegado de Brasil en el seno de la Conferencia Especializada Interamericana sobre Derechos Humanos, celebrada en San José (Costa Rica), entre el 7 y el 22 de noviembre de 1969.

Causa curiosidad que el delegado de Brasil haya sido, paradójicamente, el proponente, puesto que en esa época regía en ese país una dictadura militar que se distinguió por aplastar la libertad de prensa y reprimir de manera implacable ⸺sin nada que lo impidiera⸺ a la oposición política. Esa clase de gobierno autoritario, lo describe magistralmente Mario Vargas Llosa en su novela La fiesta del Chivo, al poner en boca de uno de sus personajes: «[…] Trujillo [el dictador] lo llamará a servir al régimen, o a su persona, y cuando llama, no está permitido decir no».

En el Acta de la Décima Tercera Sesión de la Comisión I (versión resumida),[2] de 17 de noviembre de 1969, se consignó que el «delegado de Brasil (Sr. Carlos A. Dunshee de Abranches) propuso que al final del numeral 2 se suprimiera «según el caso» y se agregara «o condena por juez competente en proceso penal»; pero sin explicar las razones. A lo que replicó el delegado de Colombia (Sr. Pedro Pablo Camargo), en el sentido de que «si se agregaba «en

proceso penal» todas las cuestiones políticas iban a quedar sujetas al proceso penal y se denegarían todos los demás derechos comprendidos en el numeral 2».

De hecho, no se entiende que, como lo anotó el delegado de Colombia, todos los derechos y oportunidades relacionados en el inciso 2 del mentado artículo serían penalizados, cuando el derecho penal atañe a la relación general de sujeción y a la última ratio  (instrumento terminal para proteger determinados bienes jurídicos, ante la ausencia de otras formas de control menos lesivas), mientras que el derecho disciplinario, a la relación especial de sujeción, propia de los servidores públicos, y al quiebre sustancial de los deberes funcionales, que no es la última ratio.

Sin embargo, hasta antes del fallo del Consejo de Estado (CE), de 15 de noviembre de 2017, que declaró, con arreglo al citado artículo 23-2 de la CADH, la falta de competencia de la Procuraduría General de la Nación (PGN) para juzgar disciplinariamente a los servidores públicos de elección popular, por no ser juez penal,  el criterio que imperaba en las Altas Cortes era el de que «[…]la facultad que le otorgó el legislador  a la Procuraduría General de la Nación para imponer sanciones disciplinarias temporales o permanentes que impliquen restricción del derecho de acceso a cargos públicos, no se opone al artículo 93 constitucional ni tampoco al artículo 23 del Pacto de San José de Costa Rica» (sentencia C-028 de 26 de enero de 2006, de la Corte Constitucional).

Esta decisión del Consejo de Estado fue acogida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en fallo de 8 de julio de 2020, en que se dispuso que el Estado adecuara, en un plazo razonable, su ordenamiento jurídico interno a las disposiciones de la CADH para garantizar los derechos en ella consagrados, y, particularmente, de que la sanción de destitución e inhabilitación debe ser aplicada por un juez competente en un proceso penal, según el nombrado artículo 23-2.

Para satisfacer lo exigido, por iniciativa del Gobierno nacional y de la Procuraduría General de la Nación, se presentó el 25 de marzo de 2021 ante el Senado de la República el proyecto de ley (PL 423) para reformar la Ley 1952 de 2019 y se dictaran otras disposiciones, proyecto que, con mensaje de urgencia del presidente de la república, quedó convertido en la Ley 2094 de 29 de junio del mismo año. Con el trámite de esta ley, se creyó que se había cumplido con la sentencia de la CIDH; pero esta Corte, por medio de Resolución de 25 de noviembre de 2021, determinó: « […] el Estado incumplió sus obligaciones previstas en el artículo 23 de la Convención Americana, relativo a los derechos políticos, en relación con la obligación de adoptar disposiciones de derecho interno, prevista en el artículo 2 del mismo instrumento, por la existencia de diversos dispositivos de su ordenamiento jurídico que restringen indebidamente los derechos políticos […]».

En efecto, en la mencionada Ley 2094 de 2021 se le otorgan a la Procuraduría General de la Nación facultades jurisdiccionales, como órgano de control y autoridad administrativa (sentencia C-244 de 1996), con fundamento, aparentemente, en el artículo 116 de la Constitución Política, con el fin de asumir la calidad de juez. No obstante, el artículo 13 de la Ley 270 de 1996 (Estatutaria de la Administración de Justicia) instituye que ejercen funciones jurisdiccionales, conforme a lo establecido en la Constitución Política: «[…] Las autoridades administrativas respecto de conflictos entre particulares, de acuerdo con las normas sobre competencia y procedimiento previstas en las leyes. Tales autoridades no podrán, en ningún caso, realizar funciones de instrucción o juzgamiento de carácter penal […]». Las reglas de juego de dichas facultades se encuentran establecidas en el artículo 24 del Código General del Proceso.

Este es el punto crucial en todo este asunto. La Corte Constitucional tiene que definir si las funciones jurisdiccionales atribuidas a la Procuraduría General de la Nación, por un lado, se ajustan a la Constitución Política (CP), y, por el otro, si ese examen de exequibilidad se aviene a lo previsto en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que forma parte del bloque de constitucionalidad (artículo 93 CP), puesto que el artículo 68-1 de dicha convención prevé: «Los Estados Partes en la Convención se comprometen a cumplir la decisión de la Corte en todo caso que sean partes».

Al respecto, sobre el cumplimiento de dicha convención, la Corte Constitucional, en varios de sus pronunciamientos se ha referido al principio Pacta Sunt Servanda, por ejemplo, en la sentencia C-578 de 2002: «[…] De conformidad con este principio, un Estado sólo se vincula internacionalmente cuando expresa su consentimiento en obligarse para determinados fines, como en este caso, para constituirse en Parte de un organismo internacional creado mediante tratado y, como consecuencia de ello, se compromete de buena fe a cumplir las obligaciones que surgen de dicho tratado. La expresión de ese consentimiento reitera el carácter soberano de Colombia como Estado y su capacidad para adquirir obligaciones en el ámbito internacional. En el ejercicio de tal facultad, el Estado puede, autónomamente, aceptar limitaciones al ejercicio de su soberanía, y como lo autorizan los artículos 226 y 227 de la Constitución, llegar incluso hasta a ceder competencias propias que podrán ser ejercidas por organismos supranacionales».

Esta es una situación muy difícil en que no se sabe qué camino seguir, puesto que la «condena, por juez competente, en un proceso penal», y no de otro juez (v. gr. Disciplinario), lleva a una reforma constitucional para modificar la competencia de los jueces penales y, en la práctica, con la morosidad que existe en esta rama de la justicia, sería darle patente de corso ⸺para seguir cometiendo irregularidades⸺ a los servidores públicos de elección popular durante el período para el que fueron elegidos; y, además, estos funcionarios judiciales carecen de la formación académica y empírica que requiere el derecho disciplinario.

Lo ideal sería que la Procuraduría General de la Nación conservara su condición de organismo de control independiente y autónomo, administrativo ⸺y no de autoridad judicial⸺, para juzgar disciplinariamente a los servidores públicos de elección popular, puesto que la sentencia de la CIDH, de 8 de julio de 2020, en su párrafo 129, advierte que «la concentración de las facultades investigativas y sancionadoras en una misma entidad, característica común en los procesos administrativos disciplinarios, no es sí misma incompatible con el artículo 8.1 de la Convención, siempre que dichas atribuciones recaigan en distintas instancias o dependencias de la entidad de que se trate, cuya composición varíe de manera que tal que los funcionarios que resuelvan sobre los méritos de los cargos formulados sean diferentes a quienes hayan formulado la acusación disciplinaria y no estén subordinados a estos últimos».

Esto significa que la imposición de la sanción de destitución e inhabilitación por un juez penal, según reflexiones de la sentencia de la CIDH, sería para garantizar imparcialidad e independencia objetiva, conforme a la estructura de la Rama Judicial, lo cual ofrece seguridad para que no haya “cabildeo” en la toma de decisiones, o para mejor decir, intriga o gestiones para conseguir alguna cosa, lo cual en este país ⸺sin descubrir el agua tibia⸺ es pan de todos los días en las instituciones del Estado, incluida la administración de justicia, pues, de lo contrario, no existirían “carteles de la toga”. Por ello, podría pensarse que la Procuraduría, en el peor de los casos, sea instructora y acuse ante la Comisión Nacional de Disciplina Judicial, para que esta tome la decisión.

Esto de la «condena, por juez competente, en un proceso penal» no tiene ni pies ni cabeza, y mucho menos sin poder saber las razones que llevaron al delegado de Brasil a proponer eso y que se aprobara; la Procuraduría debería seguir en su función esencial disciplinaria, que siempre la ha distinguido y caracterizado en su calidad de organismo de control independiente y autónomo; pero esto parece imposible con la lectura intempestiva de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que cambió su interpretación evolutiva por una literal, la cual refleja un sesgo político en favor de la ideología del demandante o solicitante de su intervención.

A más de ello y para terminar, hay que anotar que el Estado colombiano, con todas sus instituciones, para la realización de sus fines, en colaboración armónica ⸺y no solo para puestos y contratos⸺, debería echar mano del artículo 76-1 de la CADH para una posible enmienda del artículo 23-2 ibidem, ante la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA), en el sentido de que se rectifique que la sanción de destitución e inhabilitación sea emitida por un  organismo de control o un juez disciplinarios, y no penal; pero, desgraciadamente, ¡doctores tiene la santa madre Iglesia! He aquí la compleja encrucijada en que se halla la Corte Constitucional, y, por supuesto, el ordenamiento jurídico disciplinario.

[1] Convención Americana sobre Derechos Humanos, artículo 23-2: «2. La ley puede reglamentar el ejercicio de los derechos y oportunidades a que se refiere el inciso anterior, exclusivamente por razones de edad, nacionalidad, residencia, idioma, instrucción, capacidad civil o mental, o condena, por juez competente, en proceso penal».

[2]actas-conferencia-interamericana-derechos-humanos-1969.pdf    https://www.oas.org › cidh › mandato › basicos › ac…

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