EL PODER Y SUS DESLEALTADES

Por: Jaime Burgos Martínez. Abogado, especialista en derechos administrativo y disciplinario

Siempre me he preguntado, ¿por qué hay gente que se transfigura cuando ejerce u ostenta el poder? O más bien, no es que haya cambiado, sino que su naturaleza siempre ha sido esa; todo lo prepara con astucia o lo urde, así como Sancho en el hermoso fragmento del encantamiento de Dulcinea (a la salida del Toboso y antes de adentrarse en la Cueva de Montesinos) en que el Quijote queda convencido de que la mentira es la verdad.

El juego del poder, lastimosamente, requiere la habilidad de jugar con las apariencias y la manipulación, y para ello se debe aprender, enseña Robert Greene en Las 48 leyes del poder, a ponerse muchas máscaras y a llevar una bolsa llena de trucos y artimañas. En él no hay amigos, lo que hay son asociados, que, en un momento crítico ⸺en camino hacia la cumbre o estando en ella⸺, el uno puede desechar al otro, o sea, lo convierte en fusible, después que lo ha utilizado.

Estas personas cuando se encuentran en el ejercicio del poder, propenden, casi siempre, a sobrevalorar su formación intelectual y experiencia en alguna materia e ignoran los consejos de los que, realmente, manejan el asunto, pues se vuelven omnímodas y narcisistas, y pierden el sentido de la política en su aspecto ético; de ahí que tiene asidero la frase de un historiador inglés del siglo antepasado, en una carta a un obispo anglicano: «El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente…».

No obstante, hay que ser consciente de que un grupo humano cualquiera, donde existe multiplicidad de voluntades, no puede desenvolverse sin un sistema de conducción o de gobierno, pues, de lo contrario, con acciones aisladas de sus miembros, se dispersaría. En efecto, «[n]o existe sociedad o agrupamiento sin poder. Lo social y el poder se implican recíprocamente. Uno no podría existir sin el otro. Este es el fundamento de la afirmación de Aristóteles en el sentido de que el hombre es un ser político; afirmación que generalmente se traduce, con acierto, como que el hombre es un ser social. El poder es algo tan natural y necesario como el vivir en sociedad».[1]

De tal suerte que, desde el punto de vista foucaultiano, todo poder es un modo de acción de unos sobre otros; se ejerce cuando unos individuos son capaces «de gobernar y dirigir las conductas» de los otros, que, según el filósofo francés, era la forma perfecta del poder.  Este puede desplegarse como medio para lograr objetivos, a través de la política, pero no que se convierta en un fin en sí mismo, que es lo que lleva a que se cometan abusos, porque trata de perpetuarse; y, por supuesto, lleva a la corrupción.

Muchas veces quienes son elegidos para un alto cargo directivo, no son más que fichas de una organización política, con intereses económicos, para cometer actos de corrupción, que ya no son individuales, pues son varios los participantes, que, a su vez, tienen sus enlaces en los organismos de control y en las distintas instituciones del Estado, incluida la Rama Judicial. Se crea un efecto «teflón» y las investigaciones no llegan a nada, o, si acaso, se sanciona y condena a los menos implicados; por eso, no es que quien ejerce el poder se transforme ⸺se repite⸺, sino que era así y con tal de saciar su sed de dominio o influencia sobre otros y la ambición monetaria acepta las condiciones que le impongan. Como decía el poeta y político español Francisco de Quevedo y Villegas: «poderoso caballero es don dinero».

En estas circunstancias, cuando alguien empieza a ejercer el poder, los amigos que lo conocían ⸺y si es de elección popular, los electores⸺ se extrañan de su comportamiento, sin hallar explicación alguna, puesto que, en campaña, no hizo más que expresar lo que querían oír sus conocidos y electores, y una vez asume el mando muestra su verdadera intención: la de dominar exclusivamente en beneficio propio y del grupo que lo respalda, y la de utilizar cualquier recurso para sostenerse, a pesar de que sea ilegal, como cuando se escucha fulano de tal tiene razón; pero no se le concede. ¡Que demande ante la jurisdicción contencioso-administrativa!

Por ello, ante las deslealtades del poder, cobran vigencia las tres últimas líneas del párrafo final de un artículo del inolvidable político conservador Gilberto Alzate Avendaño, escrito en el Diario de Colombia, en 1953: «Abundan los oportunistas y logreros que sólo rinden culto al éxito y no tienen más partido que la victoria. Por eso decía irónico y desencantado el maestro Guillermo Valencia: “Mis amigos: no hay amigos”».   

  

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